El nuevo trabajo


México, D. F., 16 de noviembre de 2012

De hecho me fue un poco difícil, la época de las vacas gordas se acababa: las ofertas de empleo se hacían escasas. Día tras día mi dedo pasaba de una a otra página en el diario en busca de la palabra “planificación”. Era para mí la palabra mágica, les doy la definición del Larousse francés: “Conjunto de prácticas basadas en la creencia en fuerzas sobrenaturales”. ¡Funcionó!
En el anuncio de una fábrica de aparatos de radio cuyo nombre se me escapa, estaba la palabra mágica.
En un suburbio en la periferia de París, bastante lejos de una estación del Metro, el símbolo de la alienación: un alto muro sin fin, de piedra, al extremo una puertecita metálica.
En cambio me recibió amablemente en su despacho anónimo un señor que nunca más volví a ver. No supe cuál era su rango en la jerarquía. Me ofreció un puesto que no correspondía a lo anunciado, asegurándome que sí, dentro de poco tiempo…
—¿Y el salario?
La cantidad que me anunció esta muy por debajo de lo que me sentía con derecho a requerir.
¡Ah, no! Eso rebaja mi labor laboral.
Regateamos, poniendo yo sobre la mesa mis certificados de trabajo del PDC y Colgate.
—Bueno, le puedo dar un poco más de lo que está normalmente destinado a este puesto.
Había perdido varias semanas buscando, acepté lo que me proponía.
El trabajo en sí mismo no tenía nada que ver con la planificación, sino con su localización cerca del ordenador —ordenador, en singular, uno solo—: un monstruo de más de dos metros de altura, otro tanto de profundidad y algo así de anchura, delante del cual en un espacio 4x4, con temperatura fija y constante, tres sujetos se agitaban ajetreadamente como diablos en una pila bautismal.
Yo manipulaba tarjetas perforadas, hacía imprimir las facturas por una máquina de un metro cincuenta de lámina, aparente chatarra, y otras faenas similares. De planificación nunca vi ni la cola.
De lo que sí me acuerdo bien es que tuve que comprar una vez más un 2CB Citroen usado para acortar la duración del viaje entre mi domicilio y la fábrica; además, a pesar de mi salario bajo, cada mes tenía que hacer frente a la letra de cambio que recibía de España por el pago de la construcción de la casa, yo que nunca había comprado nada de otra manera que al contado. Eso me tenía en tal estado de irritación permanente que una mañana, cuando el jefe del servicio emitió un gruñido al verme soltar con descuido un enorme legajo de papel que salía del ordenador, le grité: “¡Bueno a finales del mes me largo!”.